Vecinocracia

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martes, 8 de mayo de 2012

Todo muerto es político


Frente a la muerte
Ustedes dirán que enloquecí, pero algo escalofriante ha sucedido en la esquina de mi casa, y debo ponerlo en palabras urgentes, para que mi angustia, pueda ser transformada en construcción vital.
Me disponía a ver el clásico Independiente-Racing, sentado con mi pierna en alto, en recuperación de mi operación de ligamentos cruzados.
Con los equipos en la cancha sonaron cuatro estampidos, que confundí con petardos por el partido.
Pero inmediatamente por la ventana vi a la gente moverse raro. Y me alertó. Decidí salir a la calle, como pude, con mi renquera.
La gente iba a hacia a la esquina, y yo seguí, algo malo presentía. Llegue a la esquina, y unas 30 personas rodeaban el cuerpo de un pibe, tirado en la calle boca abajo, con sangre bajo su cuerpo. Ya de por sí la escena era desoladora. Alguien tirado en la calle, y como si estuviera apestado, ninguno de nosotros se acercaba a socorrerlo.
Sin saber que hacer, las voces de los ciudadanos ahí presentes aumentaban mi mareo. “Decile que se vaya ya…”(hablaban del matador). “Uno menos…”, contestaban otros poseídos por el demonio, o por Dios. Otra señora con su marido al lado, cuando me cruza dijo “Uno menos, que Dios me perdone”. Seguro que Dios, al ser todo amor, la va a perdonar, pienso ahora.
Frente a la desasosiego que vivía, pensaba en para que habíamos crecido durante 9 años al 8% anual, para qué, si todavía no habíamos logrado que los pibes chorros dejaran de serlo, para vivir una vida, dura, pero no mezclada con el delito de poca monta. ¿Para qué?
Sin saber que hacer, volví a la esquina para saber lo ocurrido, dejando atrás el cuerpo yaciente, solo.
Averigüé, que el asesino, que ya se había dado a la fuga, fue abordado por dos jóvenes, lo encañonaron, él saco el arma y les disparó. Los jóvenes salieron corriendo hacia las vías, y tras treinta metros de correr, uno de ellos cayó, y el otro huyo malherido (decían ahí, que era casi un niño).
Volví, luego de estas averiguaciones, al lugar del pibe caído, sentí, que debía romper el cerco mortal que el resto de los ciudadanos le poníamos a él, otra víctima del maldito sistema que tenemos.
Me acerqué, le hablé, lo toqué, pero ya era innecesario, creo. Había muerto solo, sin nadie que le diera una palabra de aliento para abandonar la vida.
Mientras esto pasaba, una señora, desde un balcón gritaba a la pequeñísima multitud reunida abajo, (estaba junto a sus dos hijos adolescentes) “Uno menos, acá, roban al mediodía”.
Ya no sabía que era mas doloroso de todo lo que vivía, si el asesino fugado, si el pibe tendido muerto solo, si la gente que gritaba uno menos, si yo, que no podía articular palabra, y explicar que nos es más fácil criticar a los monstruos, y no a los que fabrican a esas pequeñas bombas. Pensé en escribir, en escribirles.


Vivimos azarosamente. Está todo a la marchanta”
Luego de haber recibido este mail de Leandro, le propusimos encontrarnos a charlar sobre lo que vivió. Nos juntamos en la Casona de Flores, donde Leandro nos habló de la conmoción que le produjo la naturalidad con la que se trató el hecho entre los vecinos de su barrio, así como la alegría que muchos expresaron por la muerte del pibe. “No puedo entender que en un contexto de crecimiento económico se obligue a pibes al delito. Es como si la ciudad se estuviera guetizando. Vivimos en medio de un montón de crisis que en cualquier momento se pueden disparar. Vivimos azarosamente. Está todo a la marchanta.”
También nos habla de los modos en que se despliega la seguridad en contextos de precariedad, así como de lo difícil de abstraerse de la lógica crimen y castigo. “Se llevaron el cuerpo del pibe y todo siguió como si nada. Como si esa muerte fuera un elemento más del paisaje. ¿Y todo por qué? ¿Porque le quisieron robar el auto? Que te roben el auto es como si te hubieran matado a un hijo. No puedo entender el delito sin pensar también en la justicia por mano propia. Es su contracara. Y lo peor de todo es que siento que yo también soy parte. Una vez entraron a robar a lo de mi vieja y lo primero que pensé fue: si los agarro los mato. Pero ¿por qué hay que jugarse la vida a cada instante? Hay una precariedad en todo sentido. Terminó muerto el pibe chorro pero también podría haber muerto el que disparó. O alguna otra persona que iba caminando por ahí y no tenía nada que ver. Pero al que disparó nadie lo culpó de haber puesto en riesgo a los demás. La precariedad conduce a la privatización de la seguridad. A que cada uno se arme y quiera hacer justicia por mano propia.”
Nos cuenta que cuando se quiso acercar a ayudar al pibe que se estaba muriendo, el resto de los vecinos lo dejaron solo. “Parecía como si tuvieran miedo de que el pibe los contagie. Era eso, un miedo al contagio.”
Y nos arroja una serie de preguntas para seguir pensando juntos: “¿Cómo suturar la herida cuando lo que nos une está roto? ¿Cómo reconstruir el lazo ante la crisis generalizada? ¿Cómo dialogar con los pibes chorros? ¿Y cómo hacerlo con los vecinos? ¿Cómo preguntarles qué pasó acá?”
Entre la seguridad y el cuidado
La muerte violenta nos asombra, nos conmueve, nos da que hablar. Pero cuando nos salimos de ella para pensar el fondo sobre el cual se recorta, la precarización de los modos de vida y las violencias cotidianas que le son intrínsecas, encontramos que la muerte no compone tanto una excepción como una posibilidad latente a cada instante. 
En la ciudad de la precariedad, la rivalidad es ley y la paranoia, la sensibilidad que nos gobierna. Rivalidad y paranoia hacen de todo otro un adversario a vencer, un rival a quien sacar ventaja. La paranoia de Layo, nos recuerdan DyG, está antes que la perversión de Edipo. Es la paranoia la que produce el desvío. Pero, ¿de qué desvío hablamos cuando la norma que nos rige es la competencia salvaje por los modos de vida?
Alguna vez, pensando en las mutaciones y proliferaciones de los dispositivos securitarios que marcan los ritmos de la vida urbana, nos preguntamos si fuera posible trazar una línea nítida que demarque dónde termina el control y dónde comienza el cuidado. Reemplazando la idea de control por la de seguridad, y pensando las formas que asume la justicia en este marco, ensayamos una suerte de hipótesis:
Pensamos el cuidado y la seguridad como dos polos en tensión entre los que se despliega una línea de fuerzas por la que transitamos cotidianamente. La seguridad como axioma de la unidad, forma en que convergen el Uno y el individuo en su tracción privatizante hacia el homo clausus. El cuidado como afecto que parte del reconocimiento de un otro semejante y tiende al tejido de vínculos comunitarios. Entre estos dos puntos nos movemos, trazamos recorridos estratégicos sin estar nunca de lleno en un lado u otro. Entre estos dos extremos agenciamos también diversos modos de entender la justicia, de hacer justicia: actos de justicia que tiendan hacia la seguridad y actos de justicia que tiendan hacia el cuidado. Pero, ¿cómo hacer justicia del cuidado cuando el común se encuentra estallado?
Cuando ya no es posible discernir de manera universal entre lo justo y lo injusto, cuando las formas de la justicia difieren ante cada hecho y según quien las considere, la frase un tiro para el lado de la justicia cobra un nuevo sentido. Intuimos un tiro para el lado de la justicia de la seguridad cuando se disparan castigos contra quienes la crónica policial instituye como culpables de la inseguridad. Intuimos un tiro para el lado de la justicia del cuidado cuando se dispara un conjunto de perdigones que desperdigados apuntan a la politización de las condiciones que posibilitan el descuido o, lo que es lo mismo, la precarización de nuestros modos de vida. Pero, más allá de pensar ante la precariedad, ¿cómo efectuar una política afirmativa capaz de componer una alternativa a lo que hay?

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