Frente
a la muerte
Ustedes
dirán que enloquecí, pero algo escalofriante ha sucedido en la
esquina de mi casa, y debo ponerlo en palabras urgentes, para que mi
angustia, pueda ser transformada en construcción vital.
Me
disponía a ver el clásico Independiente-Racing, sentado con mi
pierna en alto, en recuperación de mi operación de ligamentos
cruzados.
Con
los equipos en la cancha sonaron cuatro estampidos, que confundí con
petardos por el partido.
Pero
inmediatamente por la ventana vi a la gente moverse raro. Y me
alertó. Decidí salir a la calle, como pude, con mi renquera.
La
gente iba a hacia a la esquina, y yo seguí, algo malo presentía.
Llegue a la esquina, y unas 30 personas rodeaban el cuerpo de un
pibe, tirado en la calle boca abajo, con sangre bajo su cuerpo. Ya de
por sí la escena era desoladora. Alguien tirado en la calle, y como
si estuviera apestado, ninguno de nosotros se acercaba a socorrerlo.
Sin
saber que hacer, las voces de los ciudadanos ahí presentes
aumentaban mi mareo. “Decile que se vaya ya…”(hablaban del
matador). “Uno menos…”, contestaban otros poseídos por el
demonio, o por Dios. Otra señora con su marido al lado, cuando me
cruza dijo “Uno menos, que Dios me perdone”. Seguro que Dios, al
ser todo amor, la va a perdonar, pienso ahora.
Frente
a la desasosiego que vivía, pensaba en para que habíamos crecido
durante 9 años al 8% anual, para qué, si todavía no habíamos
logrado que los pibes chorros dejaran de serlo, para vivir una vida,
dura, pero no mezclada con el delito de poca monta. ¿Para qué?
Sin
saber que hacer, volví a la esquina para saber lo ocurrido, dejando
atrás el cuerpo yaciente, solo.
Averigüé,
que el asesino, que ya se había dado a la fuga, fue abordado por dos
jóvenes, lo encañonaron, él saco el arma y les disparó. Los
jóvenes salieron corriendo hacia las vías, y tras treinta metros de
correr, uno de ellos cayó, y el otro huyo malherido (decían ahí,
que era casi un niño).
Volví,
luego de estas averiguaciones, al lugar del pibe caído, sentí, que
debía romper el cerco mortal que el resto de los ciudadanos le
poníamos a él, otra víctima del maldito sistema que tenemos.
Me
acerqué, le hablé, lo toqué, pero ya era innecesario, creo. Había
muerto solo, sin nadie que le diera una palabra de aliento para
abandonar la vida.
Mientras
esto pasaba, una señora, desde un balcón gritaba a la pequeñísima
multitud reunida abajo, (estaba junto a sus dos hijos adolescentes)
“Uno menos, acá, roban al mediodía”.
Ya
no sabía que era mas doloroso de todo lo que vivía, si el asesino
fugado, si el pibe tendido muerto solo, si la gente que gritaba uno
menos, si yo, que no podía articular palabra, y explicar que nos es
más fácil criticar a los monstruos, y no a los que fabrican a esas
pequeñas bombas. Pensé en escribir, en escribirles.
“Vivimos
azarosamente. Está todo a la marchanta”
Luego
de haber recibido este mail de Leandro, le propusimos encontrarnos a
charlar sobre lo que vivió. Nos juntamos en la Casona de Flores,
donde Leandro nos habló de la conmoción que le produjo la
naturalidad con la que se trató el hecho entre los vecinos de su
barrio, así como la alegría que muchos expresaron por la muerte del
pibe. “No puedo entender que en un contexto de crecimiento
económico se obligue a pibes al delito. Es como si la ciudad se
estuviera guetizando. Vivimos en medio de un montón de crisis que en
cualquier momento se pueden disparar. Vivimos azarosamente. Está
todo a la marchanta.”
También
nos habla de los modos en que se despliega la seguridad en contextos
de precariedad, así como de lo difícil de abstraerse de la lógica
crimen y castigo. “Se llevaron el cuerpo del pibe y todo siguió
como si nada. Como si esa muerte fuera un elemento más del paisaje.
¿Y todo por qué? ¿Porque le quisieron robar el auto? Que te roben
el auto es como si te hubieran matado a un hijo. No puedo entender el
delito sin pensar también en la justicia por mano propia. Es su
contracara. Y lo peor de todo es que siento que yo también soy
parte. Una vez entraron a robar a lo de mi vieja y lo primero que
pensé fue: si los agarro los mato. Pero ¿por qué hay que jugarse
la vida a cada instante? Hay una precariedad en todo sentido. Terminó
muerto el pibe chorro pero también podría haber muerto el que
disparó. O alguna otra persona que iba caminando por ahí y no tenía
nada que ver. Pero al que disparó nadie lo culpó de haber puesto en
riesgo a los demás. La precariedad conduce a la privatización de la
seguridad. A que cada uno se arme y quiera hacer justicia por mano
propia.”
Nos
cuenta que cuando se quiso acercar a ayudar al pibe que se estaba
muriendo, el resto de los vecinos lo dejaron solo. “Parecía como
si tuvieran miedo de que el pibe los contagie. Era eso, un miedo al
contagio.”
Y
nos arroja una serie de preguntas para seguir pensando juntos: “¿Cómo
suturar la herida cuando lo que nos une está roto? ¿Cómo
reconstruir el lazo ante la crisis generalizada? ¿Cómo dialogar con
los pibes chorros? ¿Y cómo hacerlo con los vecinos? ¿Cómo
preguntarles qué pasó acá?”
Entre
la seguridad y el cuidado
La
muerte violenta nos asombra, nos conmueve, nos da que hablar. Pero
cuando nos salimos de ella para pensar el fondo sobre el cual se
recorta, la precarización de los modos de vida y las violencias
cotidianas que le son intrínsecas, encontramos que la muerte no
compone tanto una excepción como una posibilidad latente a cada
instante.
En
la ciudad de la precariedad, la rivalidad es ley y la paranoia, la
sensibilidad que nos gobierna. Rivalidad y paranoia hacen de todo
otro un adversario a vencer, un rival a quien sacar ventaja. La
paranoia de Layo, nos recuerdan DyG, está antes que la perversión
de Edipo. Es la paranoia la que produce el desvío. Pero, ¿de qué
desvío hablamos cuando la norma que nos rige es la competencia
salvaje por los modos de vida?
Alguna
vez, pensando en las mutaciones y proliferaciones de los dispositivos
securitarios que marcan los ritmos de la vida urbana, nos preguntamos
si fuera posible trazar una línea nítida que demarque dónde
termina el control y dónde comienza el cuidado. Reemplazando la idea
de control por la de seguridad, y pensando las formas que asume la
justicia en este marco, ensayamos una suerte de hipótesis:
Pensamos
el cuidado y la seguridad como dos polos en tensión entre los que se
despliega una línea de fuerzas por la que transitamos
cotidianamente. La seguridad como axioma de la unidad, forma en que
convergen el Uno y el individuo en su tracción privatizante hacia el
homo
clausus.
El cuidado como afecto que parte del reconocimiento de un otro
semejante y tiende al tejido de vínculos comunitarios. Entre estos
dos puntos nos movemos, trazamos recorridos estratégicos sin estar
nunca de lleno en un lado u otro. Entre estos dos extremos agenciamos
también diversos modos de entender la justicia, de hacer justicia:
actos de justicia que tiendan hacia la seguridad y actos de justicia
que tiendan hacia el cuidado. Pero, ¿cómo hacer justicia del
cuidado cuando el común se encuentra estallado?
Cuando
ya no es posible discernir de manera universal entre lo justo y lo
injusto, cuando las formas de la justicia difieren ante cada hecho y
según quien las considere, la frase un
tiro para el lado de la justicia
cobra un nuevo sentido. Intuimos un tiro para el lado de la justicia
de la seguridad cuando se disparan castigos contra quienes la crónica
policial instituye como culpables de la inseguridad. Intuimos un tiro
para el lado de la justicia del cuidado cuando se dispara un conjunto
de perdigones que desperdigados apuntan a la politización de las
condiciones que posibilitan el descuido o, lo que es lo mismo, la
precarización de nuestros modos de vida. Pero, más allá de pensar
ante la precariedad, ¿cómo efectuar una política afirmativa capaz
de componer una alternativa a lo que hay?
No hay comentarios:
Publicar un comentario